Autor: Sara Mendoza Figueroa (Gerente de Marketing – Raet LatAm)
Desde siempre, cada vez que una
empresa busca cubrir una posición, se tiene en cuenta el perfil que debe
presentar el candidato según habilidades técnicas que se espera que maneje para
desempeñarse en ese puesto específico.
Con el tiempo –y en el nuevo milenio
con mayor intensidad-, las corporaciones fueron dándose cuenta de que más allá
de los diplomas que pueda presentar un candidato, es muy importante saber
también si esa persona cuenta con ciertas “habilidades blandas” que contribuyen
a una mejor comunicación, mayor agilidad y eficiencia en las tareas que se
requiere que desempeñe.
Los conocimientos académicos son
importantes pero, especialmente en las ubicaciones de liderazgo de equipos de
trabajo, lo que realmente hará que un ejecutivo se destaque a lo largo del
tiempo son sus “habilidades blandas”, esto es, destrezas de comunicación y
relacionamiento, de negociación, creatividad; capacidad de trabajar en equipo,
de motivar a su gente y motivarse a sí mismo; efectividad para comunicarse con
los otros (actitud de escucha y capacidad de expresión) sentido de
responsabilidad, honestidad, compromiso, actitudes proactivas en general al
momento de enfrentar una dificultad y generar ideas innovadoras que contribuyan
al crecimiento de la organización. En definitiva, cualidades estrechamente
relacionadas con la inteligencia emocional.
En las empresas,
muchas veces se trabaja bajo presión. Existen presiones externas e internas. Y
si a esto le agregamos la vida privada de cada uno de los colaboradores, el
escenario se vuelve cada vez más complejo. Entonces, ¿cómo se puede “sobrevivir
a la locura” diaria del trabajo?... Con actitud positiva. Y esa actitud
positiva es producto de que la persona sea FELIZ.
El “ser feliz” implica conocerme a mí
mismo, saber quién soy –con virtudes y defectos, capacidades y cosas por
aprender-, qué quiero, qué tengo, qué quiero tener, qué me hace sentir bien.
El ser humano nace para ser feliz. A
lo largo de nuestras vidas, hay situaciones del entorno que pueden volvernos
desconfiados, conflictivos, irascibles. Sin embargo, siempre podemos elegir
entre ser positivos o negativos. Y esto es lo que diferencia a las personas
FELICES de las que no lo son.
La felicidad se aprende, se ejercita
Existen personas conflictivas que
siempre ven “el vaso medio vacío”. Esto es una actitud de vida. Hay que saber
crear el hábito de ver las cosas en forma positiva, de rescatar lo bueno de una
situación aún en los escenarios más hostiles. Ante una situación crítica, no
favorable, antes que preguntarse “por qué”, hay que preguntarse “para qué”…
Para qué me sirve lo que sucedió. Qué aprendí, qué enseñanza
capitalicé para el futuro. Es fundamental tener paz interior y esto se logra
entendiéndonos a nosotros mismos y entendiendo al que tengo al lado. Esta
actitud constituye el camino hacia la felicidad.
En el mercado corporativo se sabe
fehacientemente que una persona FELIZ es más productiva: desarrolla mejor sus
competencias, puede trabajar en equipo sin conflictos, cumple mejor sus
objetivos. Por eso en los últimos tiempos surgieron políticas de empowerment
a través de actividades para que la gente se sienta mejor consigo misma y
con sus compañeros; se propician momentos y espacios para compartir experiencias
no necesariamente relacionadas con el trabajo; charlas motivacionales, premios,
etc. Todo esto procura que el colaborador sea FELIZ.
Pero la FELICIDAD es un estado
interno, no proviene de afuera, es una actitud positiva ante la vida. Cada
persona es protagonista de su bienestar y debe gestionar su felicidad. El ser
FELIZ empieza en mí, en conocerme y saber qué actitudes son las que no aportan
nada sino, al contrario, “restan” en mi relación con los demás.
Para ser FELIZ hay que trabajar duro.
Es muy fácil caer en la tentación de echar la culpa afuera. Y aunque lo externo
condicione un resultado, aun así, hay que preguntarse “para qué”, para qué
sucedió esto, qué enseñanza puedo sacar de esa mala experiencia.
Desarrollar la inteligencia emocional
Según Daniel
Goleman, la INTELIGENCIA EMOCIONAL es la capacidad de procesar y dirigir con
éxito nuestras emociones. Y esta habilidad debemos practicarla permanentemente.
Debemos ser conscientes de las emociones que se hallan tras nuestro
comportamiento y, a la vez, del impacto que ejercen en quienes nos rodean
(positiva y negativamente). Debemos aprender cómo manejar esas emociones, tanto
nuestras como los otros, especialmente cuando estamos bajo presión.
Cada persona es única e irrepetible,
distinta. Cada uno tiene su “historia”, que determina ciertos procesos mentales
que nos hacen diferentes. Ante un hecho, cada uno emite un pensamiento, que
genera una emoción, que provoca una reacción. Nuestro pensamiento (una lógica
que fuimos aprendiendo con el tiempo) genera, finalmente, ciertas reacciones,
determina una guía conductual en nuestro cerebro. Un pensamiento negativo provocará una acción negativa
y relaciones negativas. Por el contrario, un pensamiento positivo concibe
acciones y relaciones positivas.
Para quienes acostumbran generar
pensamientos negativos es importante destacar que esto se puede mejorar. Si nos
damos cuenta de nuestras actitudes negativas, podemos trabajar conscientemente
para generar nuevas vías de pensamiento y cambiar hábitos, los cuales se
originan en mis pensamientos. No es algo fácil pero sí es reversible. Con
trabajo, es posible cambiar.
La felicidad se aprende, se ejercita,
se mantiene hasta que se vuelve un hábito. Y la reiteración de un hábito bueno
se convierte en una virtud. El buen humor rechaza lo negativo. Y esta
ejercitación comienza en nuestros propios hogares, con nuestra familia, con
aquéllos con quienes más confianza tenemos; ellos también se merecen nuestra
sonrisa. Con la familia uno aprende a liderar situaciones, a influir en la
conducta de otros, a comunicar, a escuchar, a negociar, a ceder…
SER FELIZ en el
TRABAJO es una decisión que depende de MI, no de la organización. Además, si yo
estoy feliz, contagio felicidad, vuelvo a mi entorno feliz. Las emociones se
contagian. Es mi decisión. Se puede cambiar un discurso o un diálogo crítico
por uno productivo, positivo; se puede “cambiar la cara”, sonreír. Me puedo
programar para ser FELIZ.
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