En 1979, durante una huelga de maestros, una golpiza de la
policía dejó paralizada de la cabeza a los pies a Inés Valdivia. Con los años ha
podido sentarse en una silla de ruedas. Hoy realiza una extraordinaria
labor social entre los niños más pobres.
Desde hace 31 años vive sentada en una silla de ruedas, pero nunca se
detiene. Cada mañana toma por lo menos tres mototaxis para llegar hasta
las zonas más empobrecidas de San Juan de Lurigancho y ser la maestra
de cientos de niños y de mujeres que la esperan al pie de rústicas
casitas de madera y esteras, en los cerros de Bayóvar. Mujeres que
apenas la ven corren para levantar en vilo la silla de ruedas y
llevarla hacia arriba, sorteando las piedras, a un humilde taller, ahí
donde es difícil llegar, incluso para quienes pueden caminar y correr.
Inés
lo relata todo como si contara una vieja película. En su mente se
suceden las imágenes y ella las describe sin callar nada. Tenía 23
años, era profesora de matemáticas en una escuela nacional de mujeres
de Huánuco hasta ese 4 de julio. Ese día las maestras habían tomado la
Plaza de Armas de Lima, querían llamar la atención del gobierno del
general Francisco Morales Bermúdez después de un mes de huelga. Las
bombas lacrimógenas iban y venían y a eso de las 5 de la tarde un
edecán de Palacio les informa que el ministro de Educación las
recibiría en el piso 11 del ministerio ubicado frente al Parque
Universitario. Habrá trato directo, se dijeron, y nombraron una
comisión de cuatro maestras, Inés, entre ellas.
De ahí todo parece escalofriante y absurdo. Relata Inés: “Nos esperaba el ministro [José] Guabloche y once militares más. Después de reprendernos por nuestra actitud, nos plantearon un chantaje descarado. Nos ofrecieron dos pasajes para irnos por seis años fuera del país, con un trabajo seguro. Las que eran casadas podían viajar con sus esposos y yo que era soltera podía ir con quien quisiera. Lo único que teníamos que hacer era firmar un acta que ellos ya tenían redactada. Vi que dos maestras vacilaron y ofrecieron su firma, entonces no lo pensé dos veces, fingí que iba a firmar el papel y, cuando lo tuve entre mis manos, lo metí dentro de mi poncho y salí corriendo.
De ahí todo parece escalofriante y absurdo. Relata Inés: “Nos esperaba el ministro [José] Guabloche y once militares más. Después de reprendernos por nuestra actitud, nos plantearon un chantaje descarado. Nos ofrecieron dos pasajes para irnos por seis años fuera del país, con un trabajo seguro. Las que eran casadas podían viajar con sus esposos y yo que era soltera podía ir con quien quisiera. Lo único que teníamos que hacer era firmar un acta que ellos ya tenían redactada. Vi que dos maestras vacilaron y ofrecieron su firma, entonces no lo pensé dos veces, fingí que iba a firmar el papel y, cuando lo tuve entre mis manos, lo metí dentro de mi poncho y salí corriendo.
En la calle me subí al primer auto
que vi. Le dije al chofer que me llevara por el jirón Azángaro, pero la
policía le cerró el paso y le ordenó que me llevara a la Plaza de
Armas. Había hecho una bola de papel con el acta y la tenía en mi boca,
pensaba que si me detenían podía lanzar la pelotita a cualquier
maestra. Antes de que el carro se detuviera, salté y corrí, pero no
pude seguir: sentí un golpe en mi espalda, como si un rayo me partiera
en dos. Caí y ya no pude levantarme, solo oí gritos de la gente que
decía, “¡No la maten, no la maten!”
Inés nunca más volvió a caminar. Estuvo postrada en una cama por algunos años y gracias a una colecta entre los maestros y su familia (“mi papá, mi mamá y mis hermanos vendieron todo lo que tuvieron”), pudo viajar a Alemania en 1987. Después de ocho meses de tratamiento, volvió a sentarse y a mover los brazos. Según los médicos su mal era reversible y con nuevas terapias podía volver a caminar. Desde su silla de ruedas, Inés relata cómo ningún gobierno se interesó por ella y nunca más la repusieron como maestra. Peor aun, en 1985, la desalojaron de su casa. Ella cree que fue una represalia del gobierno aprista porque en ese tiempo los maestros la llevaban en camilla todos los días hasta la puerta del ministerio para que el Estado se interesara por su caso.
“No he perdido las esperanzas de caminar, pero ya no me preocupa eso”, afirma Inés, mientras con mucho esfuerzo sube al auto que nos llevará a Bayóvar, a ver a sus niños, como ella los llama. “Lo que sí me preocupa es que el gobierno mienta y diga que el cobro de las Apafa (Asociación de Padres de Familia) no es obligatorio, cuando los colegios siguen poniendo esta condición para matricular a los niños. Ponga esto por favor: con las señoras vamos a presentar un memorial al ministro de Educación para que se anule este cobro”.
Inés nunca más volvió a caminar. Estuvo postrada en una cama por algunos años y gracias a una colecta entre los maestros y su familia (“mi papá, mi mamá y mis hermanos vendieron todo lo que tuvieron”), pudo viajar a Alemania en 1987. Después de ocho meses de tratamiento, volvió a sentarse y a mover los brazos. Según los médicos su mal era reversible y con nuevas terapias podía volver a caminar. Desde su silla de ruedas, Inés relata cómo ningún gobierno se interesó por ella y nunca más la repusieron como maestra. Peor aun, en 1985, la desalojaron de su casa. Ella cree que fue una represalia del gobierno aprista porque en ese tiempo los maestros la llevaban en camilla todos los días hasta la puerta del ministerio para que el Estado se interesara por su caso.
“No he perdido las esperanzas de caminar, pero ya no me preocupa eso”, afirma Inés, mientras con mucho esfuerzo sube al auto que nos llevará a Bayóvar, a ver a sus niños, como ella los llama. “Lo que sí me preocupa es que el gobierno mienta y diga que el cobro de las Apafa (Asociación de Padres de Familia) no es obligatorio, cuando los colegios siguen poniendo esta condición para matricular a los niños. Ponga esto por favor: con las señoras vamos a presentar un memorial al ministro de Educación para que se anule este cobro”.
En Los Nuevos Jazmines,
en Bayóvar, una las zonas más pobres de San Juan de Lurigancho, las
pequeñas Darlin y Gisel piensan un rato su respuesta: “es un
obtusángulo”, dicen, mientras la maestra Inés les enseña las figuras
geométricas. Aquí no hay agua potable ni energía eléctrica, pero sí hay
una maestra que viene tres veces por semana a enseñar a leer y escribir
sin cobrar un solo sol. Una maestra que vive vendiendo tarjetas de
plumas, cuadros y cerámicas, en una casa humilde, junto a su silla de
ruedas, su horno de leña y su higuera que por extrañas razones todavía
no da buenos frutos. (Jorge Paredes, El Comercio)





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